El niño sin rastro

 


TODO ESTO QUE ESTÁ EN NOSOTROS 

Crónicas sobre acontecimientos socioeducativos

8/10



        Miro las huellas de mis manos, recorro los dibujos con la certeza de encontrar alguna señal. Vuelvo a repasar las líneas de mi palma con mis dedos. Observo las huellas dactilares, los arcos y las curvas que se formaron desde la gestación. Me ofrezco el tiempo y la luz suficiente para verlas con detenimiento. Si cada persona se tomara un momento para mirar cómo están diseñados sus manos y sus pliegues con seguridad descubriría mucho más de lo que cree. Solo es cuestión de tomarse ese instante perdurable. 

Pasamos por esta vida dejando rastros y señales en las personas. Cada uno de nosotros tiene el recuerdo vivo, más o menos, de sus antepasados y de sus padres si es que siguen con vida. También, sobre todo en la adolescencia, hubo personas que supieron ser sostén fuera del ámbito familiar. Pero para Alejandro esto no fue así. Sino que se supo ganar la vida en soledad, junto a una madre que no supo cómo sostener la crianza entremedio del consumo. 

        Para Alejandro la primera sensación de frío fue muy temprana. Apenas nació, su cuerpo estaba endurecido por la abstinencia de la madre a la pasta base. Su mueca tiesa al nacer sorprendió al obstetra y a la neonatóloga. La madre lo pudo amamantar los primeros días, pero a la semana la trabajadora social del Pereira Rossell lo derivó a una Casa Cuna, hasta que la progenitora se encontrara con los requerimientos mínimos para estar al cuidado del bebé. Nadie recuerda esos momentos. Solo él puede contarlo, cuando lo encuentran en la calle mendigando por las veredas irregulares. Se lo han transmitido a lo largo de sus diecisiete años. 

El niño que dice no dejar rastro crece, se hace adolescente. Ahora ya no produce lástima sino miedo.  

 Conocimos a Alejandro en abril de 2017 realizando tareas de mendicidad en las calle de Pocitos. En ese momento el adolescente tenía diecisiete años y vivía con su madre en una vivienda precaria que era prestada en el barrio Marconi. Esta casa, comprobamos más tarde, era un achique de consumo de los dos. 

Al tiempo, la madre y Alejandro entran en el sistema de refugio en el Hogar para madres con hijos, donde estarán hasta que el adolescente cumpla la mayoría de edad. El equipo del refugio se los deja claro cuando ingresan: en cuanto Alejandro sea mayor, se tiene que ir. No había posibilidad de prórroga. El sistema es perverso. Todo está ajustado a una tablatura que no corresponde a la realidad de las personas.


Los primeros logros


Mientras estábamos conociendo a Alejandro y formando el vínculo de confianza, surge la necesidad del adolescente de concluir la educación primaria, por lo cual se lo vincula a un espacio de acreditación de saberes, donde asiste con muy buena regularidad. A su vez fue invitado en el proyecto a participar de otros espacios educativos y recreativos, donde tiene siempre una actitud de cooperación y autonomía.

        Observo a Alejandro sentado en los bancos del pequeño cuarto donde está estudiando para realizar la acreditación de primaria. Viene a todas las clases desde que empezó. Una sonrisa sobresale de su cara de tez amarronada, es dicharachero y promueve un clima agradable entre sus compañeros. Sin embargo, siempre fue muy inquieto, se distraía. A veces iba a las clases fumado, él decía que se concentraba mejor. Con mi compañera de dupla de trabajo no lo cuestionamos, sino que le proponíamos que fumara después de estudiar, pues nosotros no somos jueces como para decirle lo que tiene que hacer. Le sugerimos. Si nos ponemos en modo interventor, perdemos su confianza y, en todo caso, nuestro objetivo es ganarla. Si él confía en nosotros, tenemos otro alcance, otra llegada. Era un adolescente cacheteado por la vida. Solo él sabe lo que ha tenido que aguantar. Nosotros más bien prestamos oído a lo que nos quiera contar, a medida que lo conocemos. Nosotros ponemos mucho de nuestra parte, somos depositarios de palabras pesadas, de palabras crudas, de palabras cargadas de dolor.

Alejandro era un adolescente encantador, con mucho potencial en su forma de relacionarse. Esta era una virtud que a veces mostraba otra cara, con expresiones de enfado que comenzaban a delinear luego de un tiempo de intervención. Sin embargo, se dejaba acompañar y era permeable a los acuerdos que íbamos realizando durante la intervención. Nuestro espectro de acciones hacían hincapié en el estudio y en la salud. En el primer momento de atención nos dedicamos a buscar estrategias para mejorar la calidad de vida, actualizando los controles médicos y la documentación. Alejandro, desde hacía un largo período, estaba con la cédula vencida. También se volvió un objetivo imperioso buscar cómo desarrollar un proyecto de autonomía, porque estaba por cumplir la mayoría de edad.  

Al tiempo realizó la prueba de acreditación de primaria obteniendo la máxima calificación. 

Llegaban las vacaciones.


El descanso


Es un día lluvioso de verano. Me pongo con mi hija mayor a jugar con unas hojas. Le enseño a hacer barquitos de papel. Ella va imitando los pasos mientras que avanzo. Es minuciosa y remarca las partes con esmero. Le termina quedando mejor que a mí. Me pide salir. Me fijo y solo cae una lluvia finita, casi imperceptible. Vamos hasta la vereda. Ella insiste en ponerlo sobre el agua, sobre la corriente calle abajo, le digo que se va a hundir, que va a perderse en la alcantarilla que está a unos metros. Sigo el juego para que ella compruebe con la experiencia lo que va a suceder. Sin embargo se divierte. Es lo que quiere. El calor del verano hace la aventura agradable. Después de varios días de mucha temperatura, la lluvia llega para refrescar un poco el ambiente. Mi hija se para haciendo equilibrio en el cordón cuneta, se agacha sobre sí misma y pone el barquito sobre la corriente del agua. Al apoyarlo se va con lentitud hacia la boca de tormenta que está a unos metros. Me pide que le pase el mío. Lo hago y repite el procedimiento pero esta vez lo persigue hasta que se pierde. Me mira y me sonríe. Hace un gesto preciso de que sabía lo que iba a suceder, pero igual quería comprobarlo con certeza.  

Las vacaciones permiten el descanso del trabajo del año y compartir con ella un tiempo diferente y lúdico. Pero es inevitable no pensar en lo vivido. Los acontecimientos vuelven como aluviones pese a que se está en otra sintonía. ¿Cómo estará Alejandro? Fue un año de mucha intervención y de arduos seguimientos. Necesitaba generar algo de distancia, tomar aire para volver con otro ímpetu. Aunque es cierto que tantos años de acompañar vidas dañadas lleva a un desgaste y agotamiento emocional por lo que se vuelve imperioso repensar la labor.    

Una de esas tardes le pregunté sobre Alejandro a un amigo y ex colega de trabajo. Me dice que no lo recuerda. Hace varios años que lo contactó en las calles de Pocitos pidiendo monedas. Temo que con el tiempo me pase lo mismo, que se me borre Alejandro, que mi memoria no retenga su rostro, que mi oído olvide su tono y su expresión cada vez que le convidamos un Philips Morris. Pero me resisto a eso. Busco en el mail los informes que realizamos, las estrategias que nos planteamos. Me sirvo de cualquier granito para volver a mi memoria. Él decía que las personas con las que estaba perdían su rastro, su pasaje por este mundo. Me resisto a que así sea. Y con esta crónica quiero hacer un poco de justicia ante el olvido. 

Me pregunto si lo olvidaré. Si por un periodo de mi vida logré borrarlo del todo de mi mente, que a medida que pasa el tiempo vaya dejando que sus palabras no las escuche mi piel. Me pregunto si existe la posibilidad de que su rastro por este mundo se disipe en su totalidad, como Alejandro lo decía: “A mí nadie me recuerda”, como si cada una de las personas con las que se ha cruzado bebieran del río de Lete, pero estas solo olvidaran su vida, sus huellas, sus señales. 


Volver


Volviendo a Alejandro, que según él, tiene la particularidad de no dejar rastro, de no marcar las vidas de quienes pasan por la suya. Le tocó en suerte una madre que nunca se pudo alejar del consumo y de un padre que hacía años le había perdido el rastro. No existía alrededor nadie que se volviera un sostén para Alejandro. Además de los problemas de consumo, su madre estaba muy enferma. Recuerdo un día que los llevábamos a División Salud de I.N.A.U. para que se actualizara el carné adolescente, cuando escribió con letras grandes y con mucha bronca que su madre era portadora de VIH y Hepatitis B. Con mi compañera de dupla nos miramos y en silencio sostuvimos el momento. Solo acompañando. 

Su madre era un obstáculo para Alejandro. Claro, desde la perspectiva social y educativa, de los equipos que trabajaban con el adolescente. Pero para él era lo único que tenía en el mundo. En ese sentido, la madre manifestaba ideas de autoeliminación y también consideraba que, al cumplir Alejandro la mayoría de edad, este dejaría de necesitar su cuidado, como si a los dieciocho años se produjera un cambio significativo. Lo era para el sistema de refugios del MI.DE.S e I.N.A.U., que buscaba expulsarlo a la calle sin la alternativa de prórroga. “Mi madre no tiene la culpa”, dice él, que siempre se mostró maduro e inteligente. Aprendió más en la calle que en la escuela, que, a no ser por algunas maestras, buscaron expulsarlo por su comportamiento agresivo. A Alejandro lo que más le afectaba era ver a su madre perdida en el consumo. Él quería cuidarla, pero no sabía cómo hacerlo. La siguió a los distintos refugios y convivieron en una suerte de relación amorosa de madre e hijo que a veces se confundía con un apego profundo, con lazos que se han construido en la desidia de un tiempo parco.     

Sin embargo, en paralelo, se venía trabajando el ingreso a un proyecto de autonomía para que Alejandro empezara cuando cumpliera la mayoría de edad. También el adolescente estaba participando en una cuadrilla solidaria del SUNCA con el propósito de formación laboral. Pero el cambio de edad no significaba que el terreno estuviera abonado para que el adolescente sostuviera la independencia. 

El proyecto de autonomía le ofreció una pensión en Ciudad Vieja donde se fue a vivir solo. Recuerdo que se le consiguió un televisor, una heladera, ropa de cama y alimentos. Pero no estuvo mucho. Al tiempo tuvo un conflicto en ese barrio y no volvió a la pensión. Lo terminaron desvinculando porque no pudieron volver a contactarlo.   

En el recorrido de pensamiento me acuerdo del complejo de Edipo. Para Alejandro este punto estaba muy marcado. Ese fue un hito importante, que desde los distintos proyectos se trabajó. Se mantenían espacios individuales con el adolescente donde él manifestaba la necesidad de independizarse de su madre y poder afrontar desde otra perspectiva la autonomía que requería para el mundo adulto. 

Me detengo aquí para pensar en mi propia historia. Cuando tenía diecisiete años, me era impensable sobrevivir sin el apoyo de mis padres, no solo económico sino emocional. En ese momento estaba cursando el último año de la secundaria y buscando qué iría a estudiar cuando egresara. A veces me pongo a pensar que las oportunidades en distintas instancias de la vida suelen ser las piedras basales que nos conducen al presente que vivimos. Pero Alejandro no tuvo estos sostenes, entonces ahí viene la pregunta de la cual se pueden encontrar respuestas pero no certezas: ¿Por qué algunas intervenciones no logran ser exitosas cuando se dan todos los medios para sostenerse? ¿Qué lleva a que un adolescente no logre sostener una propuesta de autonomía? Habría que rastrear, volver a pensarse y poner el foco en los acontecimientos de estas vidas dañadas para poder esclarecer algunos puntos que nos permitan conducir las intervenciones hacia otros horizontes que sean acertados. 


                          ***

En mis ratos libres, cuando mis hijas no me demandan nada, hago el juego de observarme las manos durante largos períodos. Me lo tomo con esmero mientras escribo el texto. Es una manera también de recordar. Agarro la etiqueta de Philips Morris y me dirijo al patio de mi casa. Mi hija desde adentro me pide que le haga la merienda. Le digo que espere. Salgo con un libro de Deligny, Semillas de crápula, a leer unos pasajes que me resuenan sobre Alejandro. Fumo y leo como una forma de encontrarlo en páginas del pasado, en relatos que me enseñan a pensar. Sin embargo, también necesito estar con el pensamiento vacío para que la crónica leude, para que su rastro vuelva a mí. Han pasado muchos años pero sé que todo eso está en mí, que todo esto está en nosotros, que solo es cuestión de dejarme llevar para que la historia se comience a escribir.

Pasan los años y lo vuelvo a ver en un semáforo de Monte Caseros y Bv. Batlle y Ordóñez, pidiendo monedas y viviendo en la calle. Me detengo a saludarlo, pero se muestra reticente a hablar. Le convido un Philips Morris, los cigarros que siempre le gustaron. Su cara está opaca. Sus facciones apenas se distinguen, lleva a cuestas la indiferencia mientras camina por las veredas irregulares. Duerme junto a otras personas en situación de calle en un pedazo de techo que los cubre de la lluvia, pero no los saca de la intemperie. Camina por la calle sin dejar señales, desaparece con la lluvia y se pierde cuando el sol es abrasivo. Él lo dice con claridad: “a mí nadie me recuerda, ni mi madre que se muere día a día. Encima, yo no dejo rastros”. 

Estira la mano. Una persona pasa y le deja una bolsa con bizcochos. Come, algunas migas quedan encajadas en una barba precaria. Su mundo es la calle, pese a las oportunidades o posibilidades que alguna vez tuvo volvió a circular por las veredas con la monotonía del frío. Lo piensa, busca el significado en un diccionario arrugado. Rastro: señal o huella que deja una persona o una cosa al pisar o al pasar por un lugar. Sinónimos: Pista, señal, vestigio, huella. 

Nada. 

De las personas dejamos y nos llevamos recuerdos. Así armamos la vida y cada una de las relaciones se construyen en pilares. El mundo es una sucesión de pilares donde sostenemos el transcurrir de la vida. Pero no todas las personas tienen esos pilares, como Alejandro, que cae en un olvido difuso, complejo de atrapar. Se le pierde el rastro. Mira, con un gesto de pena, cada vez que el semáforo se pone rojo y recorre la fila de autos que se arma provisoriamente. Con los dedos en una señal dibuja una moneda. Conductores niegan, algunos extraen algo y se lo entregan. Descansa con la luz verde y vuelve en una sucesión hasta que la noche despierta.

Amanece cuando el sol calienta la resaca del día. Todos los días iguales, perdiendo la señal de sus huellas.  



Comentarios

  1. Te felicito David pones en letras lo que a diario vemos en las calles.Es triste que esas vidas dañadas no tengan una salida.Ojalá el sistema cambie y puedan recuperarse tantos Alejandros.gracias por compartir

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