Jota
TODO ESTO QUE ESTÁ EN NOSOTROS
Crónicas sobre acontecimientos socioeducativos
4/10
En menos de un año, Jota vivió tantas situaciones que no le cabía en el cuerpo más violencia institucional. Lo contactamos en junio de 2012 en Pocitos, en las recorridas matutinas de los días sábados. Vivía en la calle. Durante el día se encargaba de hacer mandados en los comercios de la zona que le daban la comida diaria. Al comienzo no se mostraba amable con nuestra intervención, huía y no quería hablar con nosotros. Estaba junto a otros adolescentes que también tenían la misma actitud. Con el tiempo se fue ablandando y quería conversar, contarnos cosas de él.
Hacía poco que estaba trabajando en el proyecto y tenía una amplia disponibilidad para las intervenciones que requerían de un trabajo cuerpo a cuerpo. Lo iba a ver a la calle los domingos y compartíamos un refuerzo con una coca y muchos cigarros. A Jota le había tomado un cariño especial, que no me pasaba con otros gurises. Algo en él hacía que yo me mostrara de otra manera. Con el tiempo lo descubrí: era su edad de 14 años lo que hacía que me viera reflejado en las vivencias propias. Suelen suceder estos grandes niveles de empatía y de involucramiento con algunas situaciones que desestabilizan a uno en su trabajo. Siempre es necesario estar atento. En psicoanálisis se trata de la transferencia. Si bien no soy psicólogo, pude entenderlo con el pasar del tiempo con varias charlas con compañeras de trabajo que ejercen esa profesión. Jota pernoctaba en la calle. Los comercios de la zona con los cuales habíamos hablado conocían la situación y tenían buenas referencias del adolescente.
En agosto de 2012, desde un comercio llamaron a la institución a pedido del adolescente. Este demandaba no querer estar más en la calle, ingresar a un hogar y comenzar a estudiar. Fue ahí cuando, durante el proceso, se realizaron las distintas coordinaciones con hogares para ver las ofertas existentes. El adolescente durante algunos meses pasó por diferentes instituciones del I.N.A.U: El Tribal, A.P.I. y distintos hogares. Hasta que volvió a vivir con la madre en la zona de Costa de Oro.
Durante ese trayecto lo acompañamos y fuimos testigos de la violencia institucional que Jota sufrió en los distintos dispositivos que estaban lejos de contener y empatizar con él, sobre todo en A.P.I, un lugar donde son internados los adolescentes con problemáticas de salud mental. Jota fue por una descompensación, por una pelea que tuvo en uno de los hogares, como si ese lugar fuera un depósito para gurises que no se pueden tratar de otra manera que no sea con la excesiva medicalización. Recuerdo que participamos de una reunión donde se encontraban unos ocho psiquiatras que decidían sobre la cantidad de pastillas que debían ser administradas. Nunca había presenciado tanta violencia médica de una manera tan concentrada como aquella vez. Antes vimos a Jota tan dopado que apenas podía hablar.
Con esta situación me permito contarla de otra manera. Como tuve un involucramiento distintos a nivel afectivo, la expreso en forma de una carta a Jota. Me parece la manera más genuina de hacerlo. La escribí hace años y me vuelvo a encontrar con ella entre mis cuadernos. Ha sufrido variaciones a medida que fue pasando el tiempo, porque muchas veces al leerla le he agregado algunos párrafos, para esta ocasión se vuelve la definitiva.
Querido Jota:
En unos días es tu cumpleaños, tendría que fijarme en las anotaciones del cuaderno. Jota, debes mantener esa pálida cicatriz en el labio superior como una marca que te acompaña. Cuando tenías catorce años, te conocí con una pelusa incipiente que te molestaba cargar y te la afeitabas en el espejo del baño del proyecto. Ahí veías tu rostro relajado, te bañabas y te cambiabas la ropa. En los cristales de los autos acartonados también veías tu reflejo, cuando te negaban una moneda en algún semáforo de Pocitos, pero ahí tu rostro construía un gesto ensayado de la pena, un tono bajo y humilde. “Es mi manera, ¿me entendés?, pero ahora ya estoy más grande y les doy miedo. Les ves la jeta temerosa atrás del polarizado”, decías y me sonreía de los aciertos de tu mirada perspicaz para captar la realidad.
Ha pasado un largo trecho, unos ocho o nueve años, desde que no fuiste más al proyecto, aunque igual por un tiempo te fui a ver a Pocitos, también en algún Hogar de I.N.A.U. cuando me llamabas. Luego te perdí el rastro, hasta que te volviste a la casa de tu madre. ¡Lo lograste, al final lo lograste! ¡Qué fuerza tienen los deseos! Capaz no te habrás dado cuenta.
Tu mundo siempre fue la calle y su entramado oculto, vedado a los ojos diurnos de personas como uno, que solo buscan generar un encuentro, dentro de los marcos confortables de un espacio educativo, o a lo sumo una vereda hasta que cae la tarde. Luego me guardo en mi casa y miro desde la ventana a las luciérnagas encenderse y desaparecer tras la humedad densa de Montevideo.
Al pasar los encuentros te mostraba que mi confianza era sincera. No había en mí nada más que escuchar retazos de tu historia. Mi oficio se construía en escucharte, sobre todo. Fumar algunos cigarros para aflojar las tensiones de los problemas que te sobrepasaban, como ¿a dónde irías a dormir hoy por la noche? Hacía rato que habías quemado en todos los hogares de amparo o protección —siempre le quedaron grandes los nombres a esos lugares faltos de cariño—. Solo te quedaba la hostilidad de la calle como un refugio precario, mentiroso. Dormías en un auto, ¿te acordás? El empleado de un lavadero te dejaba la puerta abierta. Me contó tiempo después, cuando lo reconocí en una verdulería donde trabaja ahora. Él te recordaba, mientras me pesaba unas naranjas. Te lo resumo con una expresión sincera: “Tenía una labia ese chiquilín. Se hacía querer el botija”.
La última vez que te vi tenías quince años y estabas en la casa de tu madre. Fue cuando acompañé a una psicóloga que estaba haciendo su trabajo de doctorado y necesitaba entrevistar a gurises que hubieran pasado por el “sistema de protección y cuidado”. Ella me dijo que cada tanto necesitabas de mis palabras, tomarnos una coca y fumar unos cigarros. Ese día hablabas más, no estabas cerrado en tu cabeza, manifestabas tus opiniones con una claridad que me dejaba pensando —siempre lo has hecho, siempre has tenido ese poder, sino mirame ahora cómo intento escribirte o que me escribas, nunca se sabe—. Tus inquietudes eran graciosas, tus preocupaciones sobre los noticieros y su contenido, que los helicópteros que exportaban de Estados Unidos no servían para nada. ¿Para qué se necesitan? Gastan un fangote de guita en eso y no ven la calle. ¿Vos conocés la calle, no?
Jota, habrás crecido, ahora debes cumplir veinticuatro o veinticinco años, tengo que fijarme en el cuaderno. Hace como ocho años que no te veo ni sé de vos. ¿Seguirás con tu madre? En esa pequeña casita construida entre bloques, chapas y madera. ¿Seguirás con tu caña de pescar, como la última vez que te vi, yendo a la laguna? ¿Habrás sido padre como yo? Y si nos vemos, ¿nos reconoceremos? Tu rostro debe haber cambiado. Hay un paso importante en el cuerpo cuando dejas de ser adolescente para encaminarte a la madurez. Aunque si te veo ahora seguro aparentas más de treinta. No sé si sabrás, pero los rostros de las personas que la vida cachetea a diestra y siniestra parecen más grandes, esas cosas se mantienen en proporción. Cuando eras apenas un gurisito tenías… ¿Te fijás en la cara de las personas por la calle?
Te cuento lo que me pasó, para que veas el poder que tenés. Tomamos a la derecha, por Giannattasio, el tránsito es lento y el calor nos tiene abatidos. El zumbido de los motores recalienta el cemento. Vamos a Rocha, después de todo un año de trabajo, llegan las merecidas dos semanitas en la playa con castillos de arenas y esa tranquilidad que supone estar fuera del tiempo, de la cuadratura de las obligaciones. Si fuéramos caminando, avanzaríamos más rápido, pero no hay para donde hacerse, el placer también implica sufrimiento. Nos disponemos a la paciencia, a calmar a las niñas con un poco de agua y alguna canción familiar.
A medida que avanzamos se divisa a la lejos el Shopping Costa Urbana. Un par de veces en el año paso y miro al costado como sabiendo que ahí debés estar, en tu casa. Pero esta vez, en un auto invadido por el griterío y la pregunta incesante de las nenas de cuándo llegamos, junto a la sucesión de semáforos deteniendo el avance, venías vos a través de un recuerdo blanco que ahora te cuento. Vos de nuevo, me dije, después de tanto. ¿Cuánto quedan en uno las personas al pasar el tiempo?
La última vez que te vi, tenías quince años, recuerdo que estabas viviendo con tu madre y un hermano menor. Dos adolescentes caminaban con sus cañas de pescar a mostrarnos cómo cazaban patos a punta de piedra y mano. Cuando le acertaban, nadaban para sacarlo atontado y le retorcían el cogote. Ese mismo día, con el pato muerto entre las manos como un péndulo, tu padre volvía a casa sin equilibrio y con el gesto desencajado, tambaleante y mezquino de cariño. Noté su vergüenza, no la tuya, la que mostraba tu padre. Creo que por esos momentos estaba en mí el deseo de paternidad. Nunca se sabe cuándo la vida nos ofrece las vivencias que nos construyen.
De esto no sé si alguien se acuerda. Pero como me dedico al oficio de educador y entretanto término indagando en las vidas de los gurises con lo que trabajo, me entero de que tu paso por las instituciones viene de larga data. Tanto en el presente como en el futuro nos acordaremos de vos, Jota, creciendo en la calle desde niño. Seguro que también debes tener guardada, como lo tendrás en algún rincón, la sensación de tu inicio en el recorrido institucional. Al menos me lo dice el sistema informático: nueve meses.
Después, cuando el tiempo avanzó y te perdí el rastro, una cuidadora, con el párpado caído, me relató algunos momentos de tu vida, me brindó información con la convicción de la utilidad que le podría dar, como escribirte esta carta. Me comentó de las vueltas con tus padres que no se hacían cargo y de una familia perdida en el intento de apuntalar un tiempo que no se sostenía con nada.
Mirá si son las casualidades, no sólo por escribirte, sino que ese mediodía de domingo que íbamos con mi familia a Rocha viene el recuerdo de aquella vez que me mandaste una mensaje de texto para saber si podía ir hasta Pocitos donde estabas para encontrarnos. Tenías anotado mi número en un papel que te había dado. Ese día caminamos un poco entre cigarros, unos refuerzos y coca cola. Hacía unos días que no te veía pero estabas desmejorado, aunque con una fuerza propia de la adolescencia. Aquel día, no sé si te acordarás, me relataste esto: “Yo no aguantaba más. En el Hogar te basureaban todo el tiempo. Quería volver con mi mamá. Era navidad. Ahí tenía 12 años, por ahí. A otros gurises le habían dado licencia. A mí no me iba a ver nadie. Estaba solo y algunos tíos andaban dando vueltas. En la puerta había un botón. Como ahí adentro nadie se da cuenta dónde está uno. En un momento llegó el camión que trae la harina, que entró por el patio de atrás para hacer la descarga. Estaba atento, veía cómo se presentaba la oportunidad. ¡Vos no sabés cómo me puse! Cuando me di cuenta que ya no descargaba más y que el chófer se iba para hacer papeles, me trepé a la parte de atrás del camión y salté entre los sacos de harina. Me cubrí y me quedé quietito. Estaba re cagado, no podía respirar casi, te lo juro. El camión salió de ahí y era casi mediodía. Después paró y me fijé por dónde estábamos. Estacionó en un kiosko. Apenas pude salté y el chófer se dio cuenta pero corrí, corrí rápido, dejando un polvo blanco por la velocidad que había agarrado y por la harina que desprendía mi cuerpo”.
El humor siempre nos unió, nunca lo disimulamos, para naturalizar lo que sigue pareciendo esta realidad que no deseamos asumir. Jota, en unos días es tu cumpleaños. Debería fijarme en las anotaciones del cuaderno. Hace tiempo ya que me dijeron que cada tanto necesitabas de mis palabras, por eso te escribo o me escribís vos mientras te escribo. Charlar, fumar un cigarro. No hay otra forma que construir por partes, mezclando lo inaudito con lo insoportable. No sé, quizás solo sea saber dónde estamos, dónde estuvimos. Luego nos preguntaremos dónde queremos estar.
Ahora que ya me despido, veo en el primer semáforo a un adolescente haciendo malabares con dos naranjas por una moneda. ¿Cuántos niños crecen en la calle? ¿Cómo puede suceder eso? A veces me pregunto lo que no tiene respuesta. Otras veces trato de ser más optimista. Espero que estés bien, como lo imagino en mi recuerdo.
***
Aquí me he permitido correrme de las estructuras y esquemas de la crónica, de alterar los datos temporales con la idea de rescatar un pedazo de vida a través de la ficción. Hay gurises que calan hondo dentro del oficio, que van más allá de las temporalidades, que representan una síntesis de los tiempos actuales y de los venideros, que tienen el poder de evocar tu propia vida en el pasado. Para mí ese es Jota. Un gurí que se encontraba solo y viviendo en la calle. Un gurí que me mostró cómo el sistema de protección está caduco y obsoleto, como una bolsa llena de agua que está pinchada por todas partes.
Jota está encargado de mostrarnos que un proyecto educativo de calle también tiene desmoronamientos —que no es lo mismo que fallas o errores—, de decirnos que se nos escapa la realidad.
Como educador me mostró mi incapacidad, me tuvo paciencia para que pudiera descubrir cómo escucharlo, me ayudó a descubrir mis catorce años que los tenía olvidados entre la carne y me desestructuró de lo cotidiano.
“Jotas” hay muchos. Día a día conviven en el flujo transitorio de hogares de cuidado y protección. A veces me pregunto cómo es nuestra función. Uno se critica dentro de sus facultades éticas lo que, en mayor o menor medida, podría modificar las situaciones de los niños, niñas y adolescentes con los que se trabaja. Pero las estrategias pueden ser encaminadas a lograr ciertos cambios, a despertar transformaciones. En el camino me he topado con las resistencias que pueden manifestar los adolescentes, con las incertidumbres que generan las situaciones, por su inestabilidad, por su vulnerabilidad, por su fragilidad que no se ve; pero también me he topado con las trabas que pone este sistema —que los niños, niñas y adolescentes se encargan de hacernos saber—, de mostrarnos a cara pelada que no los escuchan, de decirnos que los tratan mal; de leer en los diarios las distintas versiones oficiales sobre sucesos en lo que fueron vulnerados sus derechos.
Los gurises son diques que no encuentran contención. Es hora de preguntarnos con seriedad: ¿Qué estamos haciendo?
Phaa duro lo que relatas y la realidad que se ve a diario en las calles.Que hacer cuando los lugares que necesitan amparo no se la brindan gracias por compartir.un placer leer tus relatos
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