Contexto
TODO ESTO QUE ESTÁ EN NOSOTROS
Crónicas sobre acontecimientos socioeducativos
3/10
Nunca se deja de ser educador/a. Es una condición que hace al oficio. Por más que pase el tiempo, por más que se circule por otros trabajos y se deje de hacer acompañamientos, el estado educativo pervive en uno. No sé por qué, pero es así. Despierto en la mañana con esa sensación que me acompaña durante el día mientras camino por las calles de mi barrio. La ciudad, en el último tiempo, muestra cierta dejadez, las veredas se abarrotan de baldosas extirpadas, el tumulto de personas en situación de calle ha crecido de manera exponencial. Hay una crisis que se observa a simple vista, en un grito cortado por el tráfico de nuestra sangre en las calles, en los niños haciendo malabares en el semáforo, en esas pequeñas almas que acompañan a sus madres en la puerta de los supermercados para obtener el alimento diario, en los cuidacoches que se amontonan en una misma esquina y en la circulación de carros tirados por caballos. Esas imágenes me devuelve la realidad, con ellas escribo, con ellas convivimos.
Reviso viejos papeles y cuadernos donde tengo anotadas las tareas que hacía cuando era educador de calle. Al final de uno de ellos encuentro que hubo una época en que trabajaba todo el día, por más que mi contrato laboral dijera cinco horas diarias. Eso fue antes de tener a mis hijas. Cuando nació la primera, las cosas cambiaron, y ya no tenía esa disponibilidad.
Cuando se realiza el oficio de educador se lo hace con amor. Es una condición ineludible de la labor. Uno entrega el sentimiento a lo que se realiza en cada jornada. Después, es cierto, uno se va agotando, va dejando las esperanzas cuando las intervenciones no toman un sendero apropiado, o se alegra cada vez que se logra con algo de éxito una estrategia. Pero el amor es parte, junto con la creencia de un mundo mejor, donde los que menos tienen puedan acceder a una estabilidad justa.
La siguiente crónica relata un tramo de la vida de Damián, su madre y sus hermanas. Hay un esbozo de una ardua intervención donde el amor hizo sus intentos de permanecer, pero no fue suficiente para producir un cambio en el mundo adulto que permitiera otras formas de cuidado.
Conocimos a Damián cuando tenía ocho años. Estaba con su madre y sus hermanas mayores caminando por las calles de Punta Carretas, en noviembre de 2013. Recuerdo a Verónica, madre de ocho niños y niñas, con su aspecto flaco y desnutrido de la miseria. Nos acercamos a conversar, estaban mendigando vivienda por vivienda. Fue Damián quien nos llevó hasta Verónica, su madre, que estaba sentada en el cordón de la cuneta, descansando de la caminata. Fue de las intervenciones con más seguimiento que recuerdo haber realizado. Estuve en todo el proceso, que duró más de dos años, desde la captación en la calle hasta el acompañamiento a un hogar en modalidad de contexto en julio de 2016.
Acompañamientos
A Damián siempre lo voy a ver pequeño, por más que ahora ya tenga casi veinte años. Es la imagen que me quedó de él, su cuerpo menudo y frágil, como el de su madre. Recuerdo que tenía muchas hermanas, que Damián estaba al medio y que se cuidaba solo junto a sus hermanas mayores. Aparecía en la actividad de piscina con un cable atado a la cintura como si fuera un cinto. Era muy desordenado, dentro del vestuario había que estar recolectando su ropa por todos los rincones. En las meriendas comía de manera voraz y siempre se quería llevar una vianda.
La mañana clareaba sobre Av. Flores y Luis Alberto de Herrara. En esa esquina, durante varios años, esperaba la llegada de Damián y sus hermanas para ir a División Salud de I.N.A.U. En esa época funcionaba con regularidad la atención odontológica, el laboratorio y medicina general. Una vez al mes se abrían las agendas para sacar hora a las distintas consultas. Era imprescindible llamar en el día indicado porque sino después se saturaba el servicio. Sin embargo, Damián y sus hermanas se atendieron durante unos años, sobre todo en odontología y en los controles médicos. Durante estas instancias su madre nunca pudo acompañarlos, tenía a cargo niñas más pequeñas y una beba.
Verónica estaba desbordada por la crianza. Además sufría de una depresión severa que se amplificaba con la situación habitacional. Por más que hubiera muchos equipos trabajando alrededor, ella no lograba respetar los acuerdos. En este sentido, no era una cuestión de voluntad, sino que era algo estructural de su persona. Independientemente de las circunstancias, que sumaban, es cierto, ella no lograba realizar el quiebre para dejarse atender por psiquiatría. Con una desnutrición marcada en su aspecto, la ola la sobrepasaba a la hora de establecer pautas de crianza y de tener un mejor bienestar. Sin embargo, si algo fue determinante en estos años de intervención fue percibir el amor que ella tenía por sus hijos. Se hizo todo lo que estuvo a nuestro alcance para que el sistema judicial y de protección no se los quitara, pero la situación llegó a tocar puntos álgidos donde era necesario otro tiempo de atención.
Verónica, junto a sus ocho hijos, vivía en una construcción precaria de palos y chapas, con un solo ambiente. No tenía baño, ni luz eléctrica y un vecino le proporcionaba agua desde una canilla. Pese a recibir materiales de una canasta de emergencia para la construcción, el terreno no era acorde. A pocos metros pasaba una cañada que mantenía el suelo constantemente húmedo. El núcleo familiar de Verónica estaba anotado para el Programa de Integración de Asentamientos Irregulares para el realojamiento del barrio, pero durante todo el tiempo de intervención nunca se produjo ningún cambio significativo, a no ser un censo. Cada vez que llovía mucho tenían que autoevacuarse, perdiendo lo poco que poseían. Luego, con solidaridad de los vecinos, lograba reparar el ambiente, pero con las continuas lluvias se mojaba el interior de la vivienda.
Cuando Damián tenía diez años, se le detectó presencia de plomo en sangre. Los responsables eran las fábricas aledañas al asentamiento que arrojaban residuos a la cañada que pasaba cerca de la vivienda. Como Damián jugaba en la tierra contaminada, se le produjo el envenenamiento. Tuvimos que asistir al Pereira Rossell a la Policlínica de Contaminantes, donde la doctora Queirolo le dio un tratamiento y pidió análisis de sangre para el resto del núcleo familiar. Nunca se pudo detectar cuáles de las fábricas aledañas eran las responsables.
El plomo en sangre es nocivo para el desarrollo neuronal y disminuye el coeficiente intelectual. Además de la plombemia, Damián era medicado con risperidona para su déficit atencional. En la intervención era llevado al médico de forma constante para que no discontinuara el tratamiento. Estas intervenciones eran llevadas a cabo fuera del horario de trabajo, porque su madre no sostenía la atención en salud del niño.
Una tarde, al realizar la visita domiciliaria, nos encontramos a Verónica golpeada en su vivienda. Sus hijas pequeñas la rodeaban. A toda la situación de la madre, se le sumaba un caso de violencia doméstica por parte del padre de sus hijas más chicas, que agravaba su sintomatología. Esto llevó, en abril de 2014, a Verónica a mudarse por temor, a un terreno donde su madre tenía su vivienda junto a otra hermana. Por esta situación se terminó realizando una denuncia al juzgado de Familia Especializada. Recuerdo a Verónica como llevada a rastras por lo que vivía. No reaccionaba ante los hechos y se le sumaba el consumo esporádico de sustancias psicoactivas. En este contexto, sus hijos perdían la asistencia a los centros educativos y en salud. Era difícil realizar acuerdos que mejoraran la situación de Verónica y de su núcleo familiar. Dependiendo de cómo se encontraran las cosas con su ex-pareja, ella volvía al barrio donde estaba para armar de nuevo su vivienda, pero cada vez de manera más precaria, llegando a vivir en una carpa de nylon y cartón. En cada mudanza perdía sus pertenencias, volviendo la situación de una vulnerabilidad extrema.
¿Cómo lograr establecer acuerdos cuando el mundo adulto no está en condiciones de cuidar a las infancias que crecen? Fue la pregunta que nos hicimos con mi compañera de dupla durante la intervención. La tarde caía sobre Montevideo, un ómnibus de línea nos sacaba del barrio tras caminar unas cuantas cuadras. A medida que pasaba el tiempo, la situación adquiría tintes cada vez más opacos. Estábamos en una disyuntiva constante, en una tensión en la que debíamos velar por la integridad física y emocional de Damián y sus hermanas. Por más que observábamos en Verónica mucho afecto y cariño, no alcanzaba para sostener los cuidados necesarios y básicos.
Después de reiteradas mudanzas, se le advierte a Verónica que se quedara en el terreno aledaño a su madre, porque sus hijos se encontraban en mejores condiciones. En un momento del proceso judicial, la madre de Verónica tomó la tutela de sus nietos porque ella no se podía hacer cargo en ningún aspecto. Durante la intervención, fue complejo evitar que el Juzgado no enviara a Damián y sus hermanas a convivir en un hogar de protección de I.N.A.U. En varias oportunidades la familia fue advertida, hasta que en un momento la situación no cambiaba y se tuvo que recurrir a la internación. Recuerdo con claridad el temor por la fragilidad de Verónica al producirse esta decisión. Fue un momento difícil cuando acompañamos, en una camioneta blanca de I.N.A.U, el traslado de las hermanas mayores a un hogar de protección en Sayago. Ahí se encontraba Milagros, la adolescente que tuvimos que acompañar a vivir en ese hogar, quien las recibió y les contó cómo era la dinámica del lugar.
Damián fue el único que pasó a vivir en un hogar de contexto. Es decir, que dormía en su casa pero durante el día iba a un proyecto socioeducativo. El resto de sus hermanas fueron a distintos hogares. Fue una situación muy dura, difícil de asimilar para todo el entorno familiar. La tarde que se produjo el traslado de las hermanas mayores aparecieron tías y primos que venían a presenciar e interrogar por qué sucedía todo eso.
En ese contexto nos tuvimos que retirar. Me acuerdo que tenía prohibido ir al barrio donde se encontraba la madre porque había quedado como culpable de la internación de Damián y sus hermanas. Hay momentos donde las culpas son depositadas en los/as educadores/as, como responsables de lo que sucede. Como mundo adulto no se asumen las consecuencias de los actos. En la tarea de educadores/as de calle existe una condicionante, que lo diferencia de otros proyectos socioeducativos, como centros juveniles, donde hay una presión constante por lo que se hace, donde hay una exposición mayor por la incidencia que se tiene a la hora de tomar decisiones, sobre todo en el contexto judicial.
Transcurrir
Durante mucho tiempo, fuera de la intervención, pesó en el equipo de trabajo la decisión que se tomó en conjunto sobre Damián y sus hermanas. El amor de Verónica a sus hijos fue un hilo que tensionó la postura que tuvimos, pero que vimos en su momento, después de muchas charlas y advertencias, que si no cambiaba su forma de relacionarse con la realidad nos veríamos en la obligación de hablar en el juzgado. De alguna manera éramos garantes de la situación. La madre de Verónica, que estaba de acuerdo con nuestra postura, intentaba que su hija pudiera recapacitar y establecerse junto a ella, pero la circularidad del consumo y de las relaciones afectivas negativas llevaron el cauce de la historia a la intervención del Estado.
Ahora que pasó el tiempo, me dejo invadir por el recuerdo. Justo el día que estoy escribiendo este texto me doy cuenta de que es el cumpleaños de Damián. A veces la vida permite esas conexiones que van más allá de la casualidad, que buscan entrelazarse con un conjunto de creencias que hacen al hacer cotidiano de la labor como educadores/as. Se deja mucha entrega en el territorio y no se termina el trabajo cuando uno llega a su casa, sino que las situaciones persisten durante todo el día. Los mensajes y llamadas llegan al celular con nuevas demandas. Cuando esto no sucede, quedan las caras de los gurises rondando en el universo del pensamiento.
La última vez que vi a Damián fue en un ómnibus. Era una tarde calurosa de septiembre. Estaba sentado al fondo, flaco y alto. Le pregunté por su familia y me dijo que su hermana del medio estaba en prisión. Uso esa palabra, “prisión”, como si me hablara de una película. Iba para la casa de la abuela donde estaba viviendo. Aún estaba trabajando en contexto con el proyecto socioeducativo donde fue derivado. Fue extraño verlo, preguntarle sobre su familia, generar un tema de conversación cuando habían pasado tantos años. ¿Cuánta incidencia producimos en las vidas de estos gurises cuando realizamos el oficio de educadores/as? A veces esa dimensión se me escapa, solo me queda pensar que uno hizo lo que pudo con lo poco que se tenía para intervenir.
Trato de tomar la distancia que solo el tiempo puede dar. Intento reflexionar sobre lo sucedido, sobre las responsabilidades que uno tiene cuando asume la palabra ante un juzgado que termina determinando el quiebre de una familia. No hay señal de arrepentimiento, sino que hubiese sido distinto si el mundo adulto en ese momento hubiera tomado cartas en el asunto. Solo con el amor no alcanzaba. Hay un entramado de violencia que se teje en el silencio, en la omisión, y se pasa de generación en generación, como una posta que en algún periodo se tiene que quebrar. Lamentablemente, nuestra tarea a veces no permite ver esos cambios, sino que suceden en el transcurrir de la vida. Existe una zona de incumbencia, en un espacio y en un tiempo, donde es fundamental actuar sobre las rutinas diarias y ser consecuente si la situación lo requiere. Es cierto que existen contradicciones en el poder que manejamos, pero es esa tensión la que alimenta el hacer, sin olvidarnos de que se trabaja con vidas dañadas.
Recorro con detenimiento los cuadernos que fui acumulando durante estos diez años. Algo en mí me dijo, en un momento, que no tenía que desprenderme de ellos, que me iban a ser útiles. Por eso los tengo guardados en una caja, que cada tanto reviso. Los vuelvo a leer, una catarata de recuerdos se desprende de ellos. Pienso que todo esto está en mí, pienso también que todo esto está en nosotros, cuando se trata de construir memoria sobre el hacer y el oficio. La reflexión nos permite generar un entramado colectivo, que posibilita pensar y escribir las prácticas como insumos para que se produzca una retroalimentación y se pueda seguir construyendo camino.
David esta historia me toca en lo mas profundo de mi corazón.Siendo la menor de siete hermanos.Nos toco vivir de pequeños la violencia que ejercia mi padre hacia mi mamá.Eso desencadeno en una tragedia.Por eso se lo que se vive en un hogar con carecias de todo tipo.gracias por compartir.un abrazo
ResponderEliminarGracias a vos Ana por compartir lo que te despertó el texto. Un abrazo
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