Historia de una tenacidad

 


TODO ESTO QUE ESTÁ EN NOSOTROS 

Crónicas sobre acontecimientos socioeducativos

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Historia de una tenacidad

Miro mis manos antes de tomar una bolsa de nylon. Corto un pedazo. Me cuesta. Siento la resistencia del material. Lo estiro e intento cubrir el cable como lo hace Antonio metido en la oscuridad de su casa. Desisto, se me desarma el arreglo. Vuelvo a intentarlo. Día a día vuelvo a intentarlo. Así es cómo se me presenta el trabajo con adolescentes en situación de calle, con una tenacidad que es una constante que debe ser renovada con periodicidad. Pero aquí no vengo a hablar de mí, por más que en el intento de narrar lo haga, sino que quiero contar la historia de Antonio y cómo un vínculo de tres años nos llevó a recorrer un camino, casi en silencio. 

Pero volvamos al comienzo. En el momento en que lo conocimos. 

Cruzando la calle se observa un grupo de dos niños y un adolescente. Uno pide monedas en los semáforos, otro hace malabares con unas naranjas machucadas, el último está sentado sobre el pasto entre unos bancos en actitud de estar cuidando los coches que se encuentran estacionados. Nos acercamos con cautela, el primer encuentro es fundamental para atraerlos. A veces huyen. Pero esta vez no es así. Nos dicen sus nombres y que vienen de la zona oeste de Montevideo. Los ómnibus son claves en la distribución de gente, pero sobre todo para conectar zonas de distintos recursos y poderes adquisitivos. Aquí la responsable es la línea 163, que todos los días los trae por unas monedas, o la túnica manchada y arrugada que guardan en la mochila apenas se bajan del transporte capitalino. Héctor es el más compinche, botija pequeño y extrovertido, que demuestra su habilidad con la fruta para tirarlas por el aire y formar la magia. Santiago, el que le sigue en edad, no posee esas destrezas y se conforma con pedir monedas mientras su hermano hace malabares. Antonio, el mayor de los tres, se muestra tímido. El viento se siente resoplar sobre la rambla en la calle Av. Brasil, en Pocitos. El tráfico es excesivo en una primavera que despierta opacada.

En marzo de 2012 entré a trabajar en un proyecto que atiende a niños, niñas y adolescentes en situación de calle. Sin saber mucho con qué me iba a encontrar, fui haciéndome del oficio día tras día, observando mucho a mis compañero/as, escuchando sus charlas y recomendaciones. En ese momento me resultaba un trabajo seguro y tenía la necesidad de algo estable, siendo que hacía poco más de un año que estaba viviendo en Montevideo.


Algunas líneas de acción.


El proyecto que realizamos en ese momento tenía varias aristas. Uno era la captación de niños, niñas y adolescentes que estuvieran haciendo alguna actividad en calle, en distintas zonas comerciales de Montevideo. Una de ellas era Pocitos. Luego se trabajaba con la familia para la asignación de derechos tanto en lo educativo como en la salud. Se realizaban durante la semana visitas familiares a los hogares donde vivían los niños, niñas y adolescentes captados en calle, mediante entrevistas se buscaban distintas estrategias para abordar las diversas problemáticas.

Era una tarde siesta de abril cuando fuimos a realizar nuestro primer encuentro familiar. Tomamos desde Paso Molino un ómnibus que nos llevara hasta la Terminal del Cerro. Caminando unas cuadras, llegamos hasta la casa de Antonio. Ahí nos recibió su madre. Ante la pregunta de cómo estaban las cosas con sus gurises, ella responde: “Todo bien, todo bien, bien de bien”. Como era mi primer encuentro, le creí. No tenía el ojo afilado aún como para identificar si existía algún problema o no. Solo me permití dudar, pero solo un poco. Mi compañera de dupla me miraba mientras la madre hablaba con cara de “esto no cambia más”. 

A los pocos segundos apareció Héctor, el gurí que hacía malabares en los semáforos de Pocitos, que debía estar en la escuela. La madre se excusaba diciendo que ese día no tenía la túnica lavada como para mandarlo. Al ratito apareció Santiago, el niño que pedía monedas en la calle, y se mostró junto a unos amigos. “Este no deja de callejear”, dice la madre sin que le preguntemos nada. Conversábamos en la entrada de la casa, en medio de la baranda a mierda de perro, amontonada junto a otras bolsas, papeles, barro y materiales inclasificables.

La puerta de la casa estaba entreabierta y en la oscuridad se veía a un adolescente: era Antonio intentando arreglar algo. Me acerqué. La imagen me quedó grabada como si lo pudiera estar viendo en este momento. A fuerza de mano cortaba pedazos de bolsa de nylon y los envolvía en los cables de un calentador, como si fuera cinta aisladora. Este fue mi primer encuentro con Antonio en su casa, en su hábitat; en silencio me mostraba lo que estaba haciendo con mucha tranquilidad. Una vez que ajustaba los pedazos de nylon sobre el cable pelado del calentador, enchufaba a un alargue los dos cablecitos sin enchufe. Se reía al ver que funcionaba. Apoyaba la caldera de la que se cebaba unos mates amargos.  

Cuando pienso en Antonio, la primera imagen que me aparece es el silencio. También resuenan en la oscuridad su mirada profunda, con una sonrisa apenas esbozada, hermosa, pese a su labio leporino que estaba cubierto por un bigote suave. “Él está todo el día metido en la cueva”, dice la madre. “No hace más que ayudar al padre, cuando necesita algo de plata. Es el único que no trae problema”, aclaraba.

La tenacidad en mineralogía es la resistencia que opone un mineral a ser roto, molido, doblado, desgarrado o suprimido. Al pasarlo a los seres humanos, se lo define como una persona “que pone mucho empeño y no desiste en algo que quiere hacer o conseguir”. Otras definiciones muestran la tenacidad como la capacidad de un material de soportar, sin deformarse ni romperse, los esfuerzos bruscos que le apliquen. Al pensar en Antonio y su historia, se me devela la tenacidad, la de él, la mía propia y la que se construye para resistir en el entramado de lo social.

Antonio vive en un barrio al oeste de Montevideo, con su madre, su padre y dos hermanos menores. Los padres trabajan en la casa haciendo pan y bizcochos que venden en el barrio. Muchas veces, cuando vamos a las visitas, nos encontramos con Antonio envuelto en el calor del horno a leña que tienen instalado en la casa. Sentado en un cajón de verduras, elabora el chicharrón en el mismo calentador que lo vi arreglando en la primera visita. No entiendo cómo no se le derrite el plástico, cómo no se le prende fuego. El aroma en la habitación fluctúa entre la grasa que se quema y el humo que desprende el horno. El olor a panificado ameniza el ambiente. En varias oportunidades me convidaron bizcochos. A veces declino la invitación y en otras me veo tentado. Mi dupla no puede creer que lo haga. A ella le da asco, por las condiciones de higiene. No me hago problema, chancho limpio nunca engorda. 

Antonio hablaba poco y se resistía a las propuestas educativas. Luego de terminar la escuela, no se había integrado a ningún espacio educativo ni recreativo en la zona. El adolescente no era la excepción en la casa sobre los trayectos educativos. Todos abandonaron a mitad de educación primaria. No había en la casa quien se convirtiera en un verdadero sostén. Antonio se expresaba poco, decía más con la mirada que con la palabra. No quería ir a la escuela, ni tampoco deseaba participar de otras propuestas recreativas. Le costaba mucho integrarse con grupo de pares, lo cual afectaba su desarrollo social. Lo único que deseaba era operarse su labio leporino. En el primer trayecto de la intervención solo logró un espacio educativo con la maestra del proyecto, pensábamos que así podría derribar algunas barreras que nos permitiera que el año siguiente se integrara al espacio de acreditación primaria. Sin embargo no realizaba ninguna actividad que implicase vincularse con otros y otras de sus pares. Se mantenía en su casa junto con su padre en la manufactura de panificados. Su madre lo definía bien cuando decía que se la pasaba todo el día dentro de la cueva, no salía más que para hacer mandados. 

Dentro de la intervención familiar, tanto Héctor como Santiago eran prioridad porque estaban en la escuela y demandaban más nuestra atención. En el transcurso del tiempo, Antonio fue conversando con nosotros con escasas palabras, más mostrando su sonrisa y comentando algunas cuestiones de sus hermanos. Un día el adolescente, ante mis preguntas, manifestó su deseo, siempre de forma monosilábica:

—¿Vos te querés operar el labio? —le pregunté.

—Sí —respondió Antonio.

—Bueno, entonces vamos a comenzar.

Así fue el inicio de un proceso de casi 3 años para lograr la intervención quirúrgica de un adolescente, aislado en su cueva en medio en un barrio del oeste de Montevideo.


Un poco de racconto


Pero volvamos en el tiempo. Cuando nació Antonio, nos relató la madre, le realizaron una operación pero después no lo continuaron llevando para seguir el tratamiento, porque los papeles se perdieron en un incendio. Se intentó hacer un seguimiento de la documentación en el Archivo del Pereira Rossell pero no se obtuvo resultado. Además Antonio, al cumplir los quince años, debía pasar a atenderse en el Hospital de Clínicas. En junio de 2012 se comenzó con los prolegómenos para la realización de la operación. 

El camino fue largo. Cada paso fue importante. “No hay peor gestión que la que no se hace”, reza la posmodernidad. Tampoco nadie te dice cómo se va formando capa a capa la resistencia que asiste a la tenacidad diaria y a las formas que se aprenden de espera y silencio para lograr el objetivo. Antonio demostró su tenacidad soportando la espera en cada una de las consultas. Solíamos estar a las ocho de la mañana para que recién nos atendieran sobre las doce del mediodía. En la espera cabeceábamos de sueño, jugamos a las cartas, intercambiamos apreciaciones sobre lo que veíamos en la sala. Como era la sección de cirugía plástica, se observaban distintas problemáticas.

Recuerdo que un día salimos del Hospital y fuimos a un supermercado que estaba enfrente a comprar unos refuerzos para almorzar y una coca cola, cuando escucho por el walkie talkie del seguridad que éramos personas sospechosas. Lo escuché y me reí, diciéndole al guardia que tranquilo, que solo íbamos a comprar. En esa época estaba en boga el plebiscito para bajar la edad de imputabilidad penal juvenil de 18 a 16 años, y la sensación de inseguridad se palpitaba por doquier. Una mañana me bajé del 163 frente al Tróccoli para introducirme en el barrio, recién amanecía. El guarda del ómnibus me advirtió el peligro de la zona, pero mientras trabajaba no temía. 

Pero volviendo al entramado, es necesario marcar que para obtener una hora para la atención se hacen largas colas en un horario específico para todo un mes, luego se producen eternas madrugadas para llegar a un horario y ser atendido cinco horas después, eso en lo concreto para ser generoso. En lo simbólico, asiste el deseo, el sueño, el silencio, la ansiedad, la impaciencia y la espera. Todo ello, operando en el proceso, junto a la construcción de la tenacidad de los pequeños logros.

Durante 3 años, una vez al mes buscaba a Antonio en su casa, porque él no sabía cómo llegar al Hospital de Clínicas. Lo gratificante era que siempre me estaba esperando, en silencio junto a su deseo. Hablaba poco y no se le entendía mucho, pero me lo decía con su cuerpo y actitud, en la espera a que lo buscara. Él me seguía, viajábamos en silencio en un ómnibus abarrotado de gente que nos llevaba a la puerta del destino. Hacía algún comentario de fútbol, pero no mucho más. Antonio se quedaba pensativo mirando por la ventana. 

Cada vez que teníamos una consulta nos fumábamos un cigarro en la entrada del Hospital de Clínicas. Era un ritual que mes a mes fuimos estableciendo. Ahí conversábamos un poco. Hablábamos macanas y cosas superfluas, sonreía a mis tonterías y chistes que siempre me acompañaron en mi oficio. El humor era el único condimento que solía introducir en mis intervenciones como un paliativo a las desgracias que nos tocaba presenciar.

Una doctora, que estaba haciendo su residencia, tomó el caso de Antonio e hizo el seguimiento hasta las operaciones. Entremedio de las consultas, se realizaron placas radiográficas, tomografías, ateneos clínicos y análisis de sangre. Dentro del proceso de intervención no logré el involucramiento de sus padres. Cuando llegaba a la casa, su padre estaba despierto esperándome con unos bizcochos. Por suerte llevaba el mate y esperaba a que Antonio se terminara de aprontar. Siempre estaba vestido con su mejor ropa y una campera de jean donde guardaba en el bolsillo unos cuantos cigarros que su padre le daba para que tuviera para el camino.   

Ante la negativa de sus padres de acompañarlo a una consulta, fui logrando en Antonio otros avances que fueron cuantificables, como ser que me esperara en la Terminal del Cerro, que era un lugar que conocía a la perfección. A medida que fue pasando el tiempo, aprendió el camino para que lo esperara en el Hospital de Clínicas. 

Ante la tenacidad se halla el logro. El objetivo claro se lo transmitía en cada encuentro. Reforzaba su deseo cuando él desistía o lo veía doblarse en la desmotivación. El día 20 de julio del 2014, dos años después de las primeras consultas, se efectivizó la primera operación de Antonio en el Hospital de Clínicas. 

Como se planificó en los primeros encuentros médicos, se operó dos veces 

Me acuerdo que para la primera intervención yo estaba en Córdoba y llegaba ese día en la mañana. Fui al mediodía y lo encontré acostado, aún con el efecto de la anestesia. Su madre lo estaba acompañando en silencio. Al otro día lo fui a ver y le dije:

—¡Viste que se puede!

Antonio me mira y apenas puede sonreír, pero en su mirada se manifiesta la tenacidad que lo acompañó durante todo el proceso. 



        Lo que se obtiene 


Las distintas operaciones fueron fundamentales para el adolescente. Le permitió mejorar la autoestima y la motivación para realizar otras actividades. Con respecto a esto, el padre nos comentó, después de las intervenciones quirúrgicas, que lo veía más animado, con ganas de salir, más entusiasmado que antes. En el último periodo se integró a un Taller de Carpintería. 

Cada vez que tomo una bolsa de nylon en mis manos la estiro para conseguir un pedazo de plástico. Juego a que me la envuelvo en el dedo como si fuera un cable, mientras me preguntó qué será de la vida de Antonio, que hace casi diez años que no lo veo. 

       Una mañana fui a la Terminal del Cerro, me senté en los bancos y miré el fluir de la gente y de los ómnibus. Observé a los costados con la ilusión de ver a Antonio entre las personas, pero era una casualidad muy grande que apareciera. Sin embargo, me dí la oportunidad de reflexionar sobre esta primera intervención y encuentro más preguntas que respuestas. ¿Qué hubiera sido de Antonio y su operación sin su persistencia para soportar la espera de tantos años para concretar su deseo? ¿Cómo lo hubiese llegado a realizar sin el acompañamiento de un técnico social que mediara durante el proceso? ¿Qué hubiera sido sin el compromiso de una doctora residente que tomara el seguimiento del caso? Cada uno de estos actores, pero sobre todo el propio Antonio, supieron conseguir, con la tenacidad que muchas veces se pierde en la realidad, el objetivo de un cambio significativo que modificara la vida de un adolescente metido en la cueva en un barrio al oeste de Montevideo.



Comentarios

  1. Excelente una historia de resilencia y tenacidad .gracias por compartir comueve y alegra saber que hay personas como tu.un abrazo

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