Gimnasio de ojos


 

Estamos a la vera de la ruta. Mi padre sostiene un cartel que dice “CÓRDOBA”. Estoy parado a su lado con mis ocho años. Tengo un ojo cubierto por un parche de gasa y encima están los anteojos. Todos los lunes, miércoles y viernes repetimos el mismo ritual. Hacemos dedo un primer tramo, de Río Tercero hasta Almafuerte. Luego nos paramos en el cruce, a la salida de una estación de servicio, y esperamos que alguien nos levante para hacer el otro segmento hasta Córdoba.  

Solemos tener suerte. Mi padre conversa con un señor que nos lleva. Le comenta que estoy haciendo un tratamiento para mejorar mi vista. Me duermo una parte del camino. Sueño con plantas que hacen de mis ojos y veo a través de las ramas un verde claro de amanecer. Me despierto cuando estamos llegando a la capital. El bullicio del tránsito es abrumador. Me agarro fuerte de la mano de mi padre. Desde abajo observo su bigote tupido, sus ojos claros. Él me mira y sonríe guiñándome un ojo. Me dice de avanzar, el semáforo cambia la luz. 

El consultorio de la doctora Arfeli está en pleno centro. Es un lugar espacioso y oscuro. Siempre hay más personas dentro, pero apenas se ven. Realizamos ejercicios para estimular la visión, es como un gimnasio para los ojos. 

Recuerdo varios aparatos para ejercitarse. En uno de ellos hay que apoyar la pera sobre un sujetador y mirar hacia adelante donde titila una imagen de un camino con un autito y un tren, en simultáneo con las manos hay que agarrar unas manijas y moverlas de adelante hacía atrás. En otra, hay que sentarse con una caja de prismas en la falda. Comenzando con el más finito hasta el más grueso se mira hacía el frente donde se encuentra una tabla iluminada con la letra E puestas en distintos sentidos y que se va achicando a medida que desciende. Pero hay un ejercicio que hasta el día de hoy realizo solo. Es uno donde la doctora enfoca un haz de luz sobre la vista de manera repetida hasta que te pide que, con los ojos cerrados, captures el destello que queda guardado dentro de la vista. Me quedo extasiado siguiendo la combinación de colores que se forma dentro mío por varios minutos hasta que se desvanece. Aún hoy cuando miro fijo alguna luz, cierro los ojos y me quedo en ese espacio donde construyo las imágenes que luego dan paso a mis cuentos. Pueden probar hacerlo y asistir al resplandor que se produce. 

Cuando salimos de la consulta con mi padre nos vamos a alguna plaza a tomar una coca cola y comer unas galletas. Después de ahí volvemos en colectivo. A veces tenemos suerte de cruzarnos con un chofer que no nos cobra y que yo le llamo “mi amigo”. Mi padre se queda charlando todo el viaje y yo me duermo con los ojos cansados después de la tarde de entrenamiento.


Jorge Saeta

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