Hervido



 

    Lleno media olla con agua y tiro unos pedazos de pollo a hervir. Me quedo mirando las presas flotando en el agua grasienta, mientras me armo un cigarro. Fumo. El vapor va tomando el ambiente. Siento el olor de la carne en las manos. Con el cigarro me quita el apetito. Apago el fuego y dejo la comida a medio hacer. Me acuesto.

    Despierto a mitad de la tarde. Me armo un mate. Me siento en la silla enfrente del escritorio. Miro por la ventana el patio alejado. El domingo se consume sin otro propósito que dejar pasar el tiempo. Estoy parado escupiendo pensamientos por el marco frío, anidando una masa gris de llovizna. ¿Cuándo saldré de aquí? ¿Cuándo podré escaparme de mí para encontrar lo que no estoy buscando? Ahora sigo, en un encierro premeditado, sin necesidad de salir al exterior, mirando por la ventana que me tienta a saltar, pero afuera está la altura. Me asomo. Fumo y me leo en un cuaderno. Leo los viajes que aún estoy transitando. Quizás vaya comprendiendo, sin saber cabalmente cuando encuentro una verdad, cuando me reconozco en el gran cine que tengo entre los ojos mostrándome cómo fui, cómo podría ser, cómo me imagino en este mundo blanco-gris. Porque a pesar de todo, me sigo sintiendo un extraño desde siempre. Dejo el cuaderno y me pongo a leer algo de Roberto Arlt. Intento concentrarme en la lectura, pero me pierdo.

    Me pongo una campera y salgo a la calle a buscar cigarros y pan. Bajo en dirección a la rambla, hago dos cuadras hasta que observo la estatua sucia y deteriorada. Avanzo sin mirar atrás, sin comprender la fonética de las palabras. Me apuro, me apremia el tiempo muerto. Tengo las manos agrietadas, las tardes tontas y un pasillo lleno de humedad. Pienso que tengo el misterio en mis dedos, la síntesis en mis uñas con tierra y una infinita sabiduría errónea de ser muchos sin ser ninguno: la verdadera mentira de ver el día con ojos de noche.

    Hay días enteros en que paso tirado en la cama sin encontrarle el sabor al mate, preguntándome si sería mejor dormir un rato para encontrarle el apetito a la vida. Suplanto la desidia con alguna caminata hasta que por ahí llego a una librería y el espíritu comienza a humedecerse porque el llanto corrosivo me muestra los ojos a través de las letras. Y ahí la cosa cambia. El ritmo es pausado pero certero. No importa que el frío venga, que se instale, mientras haya para leer habrá razón de ser. Si Roberto Arlt supiera lo importante que es, después de más de 80 años muerto. No es que me da felicidad leerlo, no es que me alegre el espíritu, pero me reconforta el hecho de que sus textos tienen carne, como la que estoy hirviendo ahora y que después de terminar este cigarro, me voy a armar unos refuerzos de pollo con mayonesa, para continuar leyendo sobre el Rufián Melancólico.

                                                                                                                    Jorge Saeta

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